martes, 12 de abril de 2011

Un duro golpe a la esperanza. 2ª Parte.


Desastre

El día estaba cada vez más próximo. Tomado por muchos como motivo de celebración, el gigante gaseoso que nos hizo interesarnos por primera vez en en ese sistema ocultando la luz de su sol estaba a punto de finalizar un nuevo ciclo acercándose lentamente al disco de su estrella, que algunos telescopios conseguían vagamente resolver. Desde múltiples observatorios en diversos puntos del Sistema Solar interior, el seguimiento iba aumentando en intensidad tratando de descubrir y caracterizar nuevas lunas, o quizá estructuras, orbitando en torno al coloso. Los equipos con espectrómetros se afanaban en recolectar datos teniendo en mente la posibilidad de encontrar allí también señales de vida, aprendiendo todo lo posible para complementar los estudios directos que diversas sondas llevaban a cabo en Júpiter y Saturno. La probabilidad era baja, pero como nos había enseñado este sistema —y también otros, recientemente—, no podía darse nada por sentado.

Cuántas cosas habían cambiado desde aquel primer tránsito. Por aquel entonces, sólo en el planeta Tierra se conocían formas de vida, y la humanidad apenas se había alejado de su órbita baja en un puñado de ocasiones. Ahora se miraba a esos años como a un niño que aún no ha aprendido a andar, con una sonrisa al pensar en todo lo que éste sería capaz de conseguir en etapas siguientes. Pero al mismo tiempo, este distante punto en el cielo nos recordaba el camino que aún nos quedaba por recorrer, cuánto nos faltaba aún por crecer si queríamos llegar al nivel de lo que podría estar esperándonos sólo en esta galaxia. Para algunos se trataba de una cuestión de supervivencia; para otros, de maravilla por la posibilidad de increíbles avances en el conocimiento; pero ante todo, mucha gente contemplaba los descubrimientos que llegaban de aquel sistema como una posible visión del futuro de la humanidad, tratando de aprender en lo posible de esta fuente de inspiración, con la que quién sabe si se entraría en contacto en algún futuro.

Pero entonces algo inesperado sucedió. En el espacio de unos minutos, los detectores de casi todos los instrumentos que apuntaban a la estrella quedaron saturados. Y por primera vez desde el descubrimiento de tantas maravillas en torno a ese lejano sol, éste pudo verse claramente en la bóveda celeste a simple vista, sin necesidad de telescopio alguno, mientras su luminosidad en el cielo aumentaba hasta llegar a superar en brillo a la del mismo Venus. Apenas tardó unas horas en alcanzar su luminosidad máxima para a continuación desvanecerse lentamente a lo largo de varios días, pero la humanidad quedó profundamente asombrada por el evento. Ya desde las primeras horas, docenas de preguntas empezaban a multiplicarse: ¿se trataba de algún tipo de señal? ¿Sería éste el comienzo del primer contacto extraterrestre con una civilización avanzada? Si era así, parecía que nos llegaba con más de un siglo de adelanto. De hecho, aún faltaban años para que desde su lejano sistema pudieran detectarse nuestras emisiones de radio al espacio. Algunos empezaron a especular sobre la posibilidad de que estuviesen vigilándonos hacía tiempo y los progresos tecnológicos de nuestra civilización les hubieran sido revelados por los cambios producidos en nuestra atmósfera durante la revolución industrial. Sin embargo, voces críticas señalaron que el tiempo necesario para que nuestra luz alcanzase su estrella y luego una señal luminosa de tales características enviada desde allí llegase a nosotros era superior al que había transcurrido desde esa época. Decidiendo mantenernos ajenos a especulaciones e hipótesis infundadas, los astrofísicos que disponíamos de datos decentes nos dedicamos a procesarlos junto a los obtenidos por astrónomos no profesionales y tratamos de analizarlos lo más rápida y concienzudamente que podíamos. Pero poco a poco, a medida que los cálculos empezaban a encajar con los datos, un sentimiento de desolación generalizado empezó a extenderse por la comunidad científica. Casi con toda probabilidad, un suceso verdaderamente terrible acababa de ocurrir.

La actividad en los observatorios fue frenética durante esos días, mientras todo el mundo trataba de hallar más pistas que pudieran aclarar el fenómeno que había tenido lugar, pero las evidencias eran desesperanzadoras. El gran aumento de luminosidad parecía provenir del propio gigante gaseoso y sus alrededores, que se habían convertido en una gran envoltura de polvo y gases en expansión con un diámetro aparente que superó al de su estrella en poco tiempo. Quiso la casualidad que un par de días más tarde lo que había sido del gigante se situase entre ésta y nuestros instrumentos, permitiendo a la espectrometría revelar con mayor fiabilidad la composición de esa envoltura. Grandes cantidades de elementos radiactivos abundaban en ella en proporciones inusuales. Algunas de las lunas detectadas en su tránsito anterior, y cuya órbita pretendía refinarse en esta ocasión, fueron imposibles de encontrar.

Cuando la atención se centró en los planetas interiores tratando de averiguar si se habían visto afectados, los hallazgos fueron devastadores. Las evidencias de vida abundante en todas sus superficies habían dado paso a una composición química diferente. Continentes que hasta entonces mostraban la luz reflejada por millones de organismos fotosintéticos dejaban ahora ver señales de combustión, de roca fundida y carbonizada. Sus atmósferas, al parecer más tenues que antes, contenían en forma de vapor parte de lo que habían sido océanos. Mundos que inicialmente eran comparables al Edén habían pasado a convertirse en horribles infiernos. Las enormes estructuras espaciales tampoco parecían haber corrido mejor suerte: de las que pudieron detectarse, ninguna volvió a mostrar cambios de órbita como los que intrigaban a la comunidad científica con cada nueva observación. Ningún signo de vida se hizo patente en los pocos años que el gas y polvo que antes había formado el coloso tardó en repartirse por el sistema como un manto de oscuridad, dejando al ser humano una difusa señal infrarroja como única evidencia de aquella estrella que tanto le había inspirado en los últimos tiempos.

No pude evitar derramar lágrimas en el primer momento en que comprendí lo que estaba sucediendo. De algún modo, el mayor gigante gaseoso del sistema había estallado en forma de nova, esterilizando sus alrededores en muchas unidades astronómicas a la redonda. La energía recibida por los planetas interiores, casi un millón de veces superior a la que les llegaba normalmente desde su sol, fue suficiente como para destruir el hemisferio orientado hacia el joviano hasta una profundidad de entre decenas y miles de metros, no sin antes disociar e ionizar buena parte de las moléculas en sus atmósferas. Finalmente, cantidades ingentes de elementos inestables formados por la captura de neutrones en la explosión termonuclear se depositaron en las superficies de planetas y estructuras meses o años después, bañándolas con dosis de radiación que alcanzaron niveles letales en pocas semanas.

El optimismo reinante sufrió un golpe mortal el día que se dieron a conocer los resultados de estos análisis. Durante décadas se había usado a los habitantes de aquel sistema como símbolo de que podíamos sobrevivir a nosotros mismos. De que colaborando internacionalmente en vez de permanecer enfrentados se podían lograr grandes cosas. De que podíamos salvar la vida en la Tierra expandiéndonos por el espacio. Y sin embargo era muy posible que durante todo este tiempo hubiésemos estado observando los fantasmas de una civilización destruida por completo el siglo anterior. Pocas cosas podían provocar un cambio más radical en el significado otorgado a esa estrella.

Entre la enorme cantidad de dudas presentes, aún quedaban muchas por resolver sobre la naturaleza del estallido, siendo las causas que podían haber desencadenado tal desastre lo que más intriga creaba en científicos de múltiples campos. La inexistencia de señales que pudiesen apuntar a un evento así en el pasado de alguno de los cientos de sistemas estelares analizados parecía indicar que al menos un suceso de estas características sería poco frecuente, si nuestros modelos de su evolución posterior eran correctos. No obstante, todos teníamos en mente que en ningún caso los modelos manejados de evolución planetaria de gigantes gaseosos habían predicho la ignición espontánea de una reacción nuclear de tal calibre en su interior. Mientras los astrofísicos teóricos trataban de averiguar qué condiciones serían necesarias para que un gigante gaseoso produjera una explosión de tipo nova, la posibilidad de que la catástrofe observada hubiese comenzado sin ayuda de una entidad inteligente parecía cada vez más improbable. Ya en la primera década del siglo se había empezado a especular sobre el peligro que podía suponer la detonación de un potente artefacto nuclear en las profundidades de un planeta como Júpiter, en regiones donde factores como una mayor concentración de deuterio, presiones capaces de convertir el hidrógeno en un metal, y temperaturas próximas a la de la superficie del Sol, podrían ayudar a mantener una reacción de fusión autosostenida que se propagaría hasta destruir gran parte del gigante.

¿Sería posible que esa catástrofe hubiera sido el resultado de un experimento que no salió de la forma esperada? Tal vez. Pero había otra posibilidad que llenaba de inquietud las mentes de la humanidad: la destrucción de casi todo su sistema podría haber sido el resultado de una brutal guerra interplanetaria. Cada nuevo movimiento y despliegue tecnológico, que observábamos y estudiábamos año tras año llenos de admiración, podría no haber sido otra cosa que el desarrollo de un conflicto bélico cuyas proporciones no podíamos más que imaginar. Si el fenómeno que tuvo lugar en el joviano había sido provocado por esta razón, el último resquicio de optimismo respecto al futuro de nuestra propia civilización se evaporaba, dando paso al desasosiego. ¿Nos encontrábamos ante la solución a la famosa paradoja de Fermi? Quizás el no haber encontrado signos de una inteligencia capaz de usar la energía de toda una galaxia, mirásemos donde mirásemos en el cosmos, se debiese a que en fases más tempranas de su desarrollo tecnológico su autodestrucción fuese inevitable.

Un oscuro porvenir podría estar aguardándonos de ser cierto este escenario, pero debemos ser cautos. Pese a que esta opinión comenzaba a extenderse, y con ella un cierto pesimismo, la verdad es que aún no podemos saber qué sucedió realmente en esa vecina región del espacio. Contemplar la destrucción de la que podría haberse convertido en la primera civilización extraterrestre con la que la humanidad entraba en contacto en toda su historia fue algo increíblemente trágico, pero no podemos olvidar que aquel lejano sistema había sido para nosotros un símbolo en el que proyectar todo lo que creíamos que podíamos llegar a conseguir, lo que podíamos llegar a alcanzar si colaborábamos en vez de competir con nosotros mismos. Gracias a esa nueva mentalidad conseguimos mucho en las últimas décadas, y la tendencia sigue siendo positiva. No cabe duda de que somos capaces de lograr grandes cosas. Es cierto que las noticias del evento asestaron un duro golpe a la esperanza puesta en nuestra propia supervivencia, pero tal vez esto indique que ha llegado el momento de dejar de usar como guía un tenue punto de luz en el cielo, para confiar en que la humanidad forje su propio destino. A pesar de todo aún quedan miles de sistemas estelares por explorar en detalle, varios de ellos con indicios de vida en alguno de sus planetas. Tal vez esa fue sólo la primera civilización que la humanidad descubriría. La primera de lo que podría convertirse en un gran número con el que establecer conversación en un futuro lejano. Incluso es posible que la descubierta en aquel primer sistema hubiese sobrevivido al desastre en refugios a varios kilómetros de profundidad bajo la superficie de los cuerpos planetarios con grandes medidas de protección radiológica. O, lo que podía resultar más interesante, en ruta a estrellas cercanas o colonizando las mismas si resultaban disponer ya de capacidad de viaje interestelar.

Fuera cual fuese el destino de la que había sido fuente de inspiración durante décadas, una pregunta quedaba pendiente: ¿qué rumbo tomaría la humanidad a partir de este momento? La respuesta, a mi juicio, era obvia: nadie puede saberlo con seguridad. Al igual que no podía saberse antes del descubrimiento de aquel primer tránsito del joviano por delante de su hasta ahora famosa estrella. Sin embargo, todo lo que conseguimos gracias a su presencia en el cielo es digno de una gran admiración. El pensar que todo podía salir bien logró difuminar fronteras geográficas, sociales y económicas, el nivel de vida aumentó y estábamos dando nuestros primeros pasos firmes en la expansión por el Sistema Solar. Con la desaparición de esa guía y el replanteamiento de nuestras posibilidades, parece que actualmente el optimismo se está debilitando. Pero hay que recordar que todos estos logros fueron nuestros. Cuando pienso sobre qué ocurrirá con nuestro futuro, es el saber las maravillas de las que somos capaces lo que de verdad me llena de optimismo.

Ahora, como siempre, todo depende de nosotros.



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Para saber más:

The far future of exoplanet direct characterization

Eureka: Las otras tierras del Universo

La Orilla Cósmica: Vivir en planetas no será una buena idea…

Next Big Future: Manmade Sun Explosion Risks

Nick Bostrom: Where are they? Why I hope the search for extraterrestrial life finds nothing [PDF]

Física en la Ciencia Ficción: 50 soluciones a la paradoja de Fermi

Carl Sagan: Un Punto Azul Pálido